Frente a él figura el padre,
inclinado levemente sobre su hijo, posando las manos sobre su espalda.
Las vestiduras del anciano están cubiertas por un manto rojo y
por debajo de éste asoman las mangas de una túnica de color
ocre con reflejos de un dorado verdoso que contrasta con los vestidos
harapientos del joven.
La luz inunda el rostro del padre,
que dirige la mirada hacia abajo resaltando la emotividad de la escena,
aunque el núcleo de la misma reside, sin duda alguna en el gesto
sencillo de sus manos, representadas de forma distinta. Así pues,
la mano izquierda se apoya con firmeza y mayor vigor sobre el hombro del
muchacho y la mano derecha lo hace con delicadeza. Con este sencillo gesto
del anciano , unido al de su rostro, Rembrandt transmite todo el dramatismo
de la escena. Visiblemente es este personaje el que concentra la máxima
luminosidad del cuadro. Padre e hijo menor, aunque no ocupen el centro
de la composición, sí se convierten en el grupo humano más
importante del mismo. Rembrandt mostró en numerosas ocasiones su
interés por las figuras de ancianos. La vejez era la edad para
él ideal, la que le ofrecía la oportunidad de mostrar la
riqueza interior que ofrecen el sufrimiento y la experiencia.
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