Papa Benedicto XVI
Homilía del 10 -01-2010 (trad. © Libreria Editorial Vaticana)
"Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco"
En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad
extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño
recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al
final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus
discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de
Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la
cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre
sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión
poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la
perspectiva de la cruz. Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los cielos y descendieses", había invocado Isaías (Is 63, 19). En ese momento —parece sugerir san Lucas— esa oración es escuchada. De hecho, "se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco" (Lc 3, 22). Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia" (Discurso 39 en el Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
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